Ramón Vargas Salguero
Los primeros días de la siniestra presencia de la epidemia ocasionada por el virus COVID-19 no despertaron la alarma en nuestro país. Varios fueron los argumentos que de inmediato esgrimieron distintos grupos sociales, integrados por quienes se dicen comentadores imparciales, para hacer ver que no había riesgo que temer; repitiendo una y otra vez que se trataba de un puro alboroto que no debiera hacernos olvidar que nos encontramos en el siglo XXI, en un siglo en el cual la ciencia y la técnica le cierran la puerta a las enfermedades de corte epidémico, incluso si son más o menos agudas, Otros argüían que seguramente se trataba de una artimaña de las empresas transnacionales de la medicina que habrían preparado esta amenaza para posesionarse del mercado; unos más, basados en la experiencia local de sus respectivos países propalaban que se tuviera presente que sus sucesivos y corruptos gobiernos siempre habían echado mano de engañifas como ésa para seguir apoderándose del capital social y de paso, prolongarse en el gobierno.
No obstante el decir de los descreídos, al paso de unos pocos días la contundencia de los hechos los obligó a aceptar que sí, que se trataba de una epidemia, pero que estaba desplegando sus letales efectos en un país distante, en un país que más pronto que tarde estaba obligado a ponerle coto a una amenaza impropia de los países avanzados del siglo XXI. Por unos días, los devotos de la incredulidad se posesionaron de la opinión pública, al fin y al cabo, China estaba muy lejos.
Sin embargo, haciendo caso omiso del despreocupado y codicioso optimismo con que algunos recibieron el anuncio del surgimiento del COVID-19, la epidemia seguía propagando sus nefastos efectos incluso en los países más alejados de su origen, persuadiendo hasta a los más escépticos que se trataba de una infección mortal de alcance mundial.
Cuando despertó, la pandemia todavía estaba ahí.
Efectivamente, a la manera como aconteció en el cuento de Monterroso: cuando México despertó, la epidemia todavía estaba ahí. Tampoco había duda alguna de que al paso de unos pocos días se había convertido en una de las más agresivas y mortíferas pandemias que se hubiera cernido sobre diferentes grupos sociales de diferentes países y en diferentes tiempos y que por supuesto, esta pandemia no tardó en hacer sentir sus efectos en el todo de la vida social de los diferentes países de todos los continentes. Efectos que no eran menos letales que los ocasionados en el deterioro de la salud. En una situación así, y entre las preguntas que brotaban incontenibles, sobresalía una: ¿Qué hacer? ¿Por dónde empezar a inmunizarse?
La primera respuesta fue la acostumbrada: denostar a los funcionarios, a los gobernantes, a los respectivos sistemas de salud por no contar ni con los hospitales necesarios para enfrentar la proliferación de enfermos ni con los equipos médicos adecuados en cantidad y experiencia que la pandemia exigía. Ciertamente, ningún país se había preparado de antemano para soportar ¿qué? ¿Una desconocida e inesperada pandemia de un virus desconocido que atacaba provocando males desconocidos? Bueno, los críticos profesionales no reparan en esas minucias, dado que cumplen su cometido al criticar a partir de rumores.
Así, muy prono se cayó en la cuenta que las afectaciones del susodicho virus COVID-19 eran de todo tipo e índole. Que no era solamente la salud de las comunidades la que estaba siendo aniquilada, sino que, con ella, la fuerza de trabajo al no poder desempeñarse debilitaba la economía y con ella el comercio, las inversiones y las demandas, así como los estudios y la docencia en general, además de las imputaciones, ciertas o falsas, acerca de la incompetencia de los funcionarios, de la presteza y tino con que empezaron a tomar medidas. En suma, que una pandemia ocasionada por un virus desconocido dio lugar a un cambio social también desconocido……bueno: desconocido, no tanto. Más bien: olvidado, traspapelado.
Ahora bien, si los rasgos más generales de la presencia y afectación del COVID-19, son su efecto mortífero y su expansión indiscriminada, entonces no deberíamos tener reparo en calificar de pandemia a otros males que también extienden sus efectos nocivos a todos los grupos sociales sin reconocer limitaciones geográficas, males que también originan un incremento acelerado de los fallecimientos e igualmente distan mucho de encontrar un remedio completo, llegando el ser humano a acostumbrarse a llevar adelante la vida con esas piedras en el zapato hasta el punto de verlos en no pocos casos como males connaturales.
Lo peor de todo, es que nos encontramos apabullados por múltiples pandemias que ni siquiera tenemos presentes y, mucho menos, suscitan la atención que le estamos concediendo a la ocasionada por el COVID-19. Ahí sigue haciendo estragos, en primer lugar, el neoliberalismo globalizado que también está expandido prácticamente en todo el globo terráqueo ocasionando la ruina y el deceso de muchos trabajadores, como también están quienes son las víctimas del “problema de la vivienda”, a los que se suma la pandemia ocasionada por el aumento de la temperatura del mundo y la de la falta del agua y la de la sumisión de los gobiernos, la de la falta de trabajo y así sucesivamente. Entonces, ¿por qué no llamarles pandemias a todos estos problemas? Ciertamente, verlos en conjunto revela un panorama muy distinto de quienes en este momento solamente están más o menos atentos al problema ocasionado por el COVID-19, o viendo esta pandemia al margen de las demás, viéndola por separado. Pero ¿la estamos viendo en su complejidad, integrada por muchas otras pandemias?
“Pues no es la mano absolutamente considerada la que es una parte del hombre, sino la mano que es capaz de realizar cualquier acción, por tanto, la que está dotada de vida y la que carece de ella no es parte del hombre.” Aristóteles
Por supuesto, es muy entendible la razón o razones que tenemos para estar preocupados acerca de nuestra capacidad para detenerla propagación del virus, en primer término y, en segundo lugar, en la difícil tarea de rehacer lo destruido en todos los órdenes. Cuando nos encontremos procurando resolver el reto que significa planear en su conjunto las actividades que precisan ser actualizadas, van a emerger dos propuestas contrapuestas: la de quienes proponen hacer un recuento de los casos afectados para ir solucionando uno por uno, por separado, dada la particularidad que los diferencia y la de quienes, los menos, propongan ver el problema vinculando el conjunto de los efectos ocasionados por la pandemia del COVID-19 para acometer su solución, interrelacionándolos con los de las demás pandemias en que nos encontramos envueltos. Es decir, actuar reparando en el conjunto y de qué manera determina a la parte, que a su vez está interrelacionada con el conjunto.
Esta última, como la primera, es una manera de ver el mundo, pero tiene, sobre la primera la ventaja de ver y enfrentarse conceptual y prácticamente al conjunto con el que se encuentra envuelto el problema: “Yo soy yo y mi circunstancia”, dijo Ortega, es decir, que si para conocerme me aíslan para, supuestamente, verme sin obstáculos, verme desnudo, lo que obtienen es una visión falsa, incompleta de mí mismo, dado que yo soy lo que soy y mis características y modos de pensar y actuar han sido determinadas por el sitio en que vivo, por las personas con quienes me he llevado, por mis maneras de producir y reproducir la vida.
Vistas así las cosas, resulta que la manera de ver el mundo, de ver las cosas a que hemos sido acostumbrados, secularmente a aceptar, es ver la realidad natural y social desligadas una de otra, a la manera “monista”, misma que pretende llegar a conocer la “auténtica” esencia de cada uno de los objetos mediante su aislamiento de los demás, sin reparar en que cada objeto es receptor y emisor del conjunto de sus compontes. Todos y cada uno de los objetos, todos y cada uno, compone una realidad compleja, complejidad que se desprende de su vinculación con todos los demás.
En este sentido, todo pensamiento monista, al otorgarle la primacía ontológica a una dimensión y convertir a su contraparte en un mero epifenómeno, genera la dicotomización del pensamiento. De esta forma, se desprende la dicotomía entre realidad y apariencia, o entre objetivismo y subjetivismo (éste último también referido muchas veces como relativismo), de la que se desprenden aquellas entre individuo-sociedad, estructura-agente o individualismo-estructuralismo, entre otras.
En nuestro caso, ¿adónde nos ha llevado la manera monista de ver el producto arquitectónico de todos los tiempos? ¿Adónde nos ha llevado la búsqueda secular de la esencia del hacer arquitectónico? Buscamos la respuesta en las llamadas “Historias de la arquitectura” y encontramos que de la miríada de espacios más o menos habitables que ha producido la humanidad, solo un puñado de obras ha sido incluido como perteneciente al campo de la arquitectura. Solo las sobresalientes en algún sentido, El resto, no obstante constituir la miríada de obras que cubren el globo terráqueo son enviadas al exilio no obstante que sin ellas el ser humano no habrá prolongado su vida en la tierra. ¿La razón explícita de este destierro? Carecen de majestuosidad, de prestancia, de lucimiento, así como de contraste, de ritmo, de armonía, expresiones, todas ellas, de valor estético. Valor que a partir de mediados del siglo XVIII fue convertido en el súmmum de las obras de arte, sacrificando en sus aras la habitabilidad de los espacios, su apego a las modalidades de vida de los habitadores a favor del valor estético de la monumentalidad dictado por las clases pudientes.
La visión monista del hacer y disfrutar las obras de arquitectura en decaimiento de la visión pluralista, olvidando que, ante la pandemia de pandemias que toleramos
“UNA MANO SEPARADA DEL HOMBRE ES UNA MANO SÓLO DE NOMBRE”