M. Alejandro Gaytán Cervantes
A esta hora, en el atestado metro de Nueva York, viaja una muchedumbre compuesta por una diversidad humana en la que las mujeres elegantes con portafolio de fina piel que hace juego con su lujosa vestimenta y hombres con su máquina portátil, se confunden con señoras obesas y sudorosas; viejas con vestidos coloridos, ancianos de corbata y saco, jóvenes punks, darketos; además; se esparcen en los vagones, los olores, colores y vestimentas de diferentes culturas: chinos, musulmanes, hindúes, africanos, judíos, latinos…
El Rabino Abraham, de riguroso negro, ataviado con sus caireles, peiot, sombrero de ala delgada y un gran abrigo que cubre sus vestimentas religiosas, viaja ensimismado con su libro sagrado del que nunca se despega; en silencio reza sus oraciones. No parece ser parte de esa Babel; nada lo inmuta, no pierde la concentración en su lectura.
Afuera, en la ciudad, el calor, de cerca de 40 grados, derrite las fachadas de los elevados edificios, el asfalto de calles y avenidas y a la gente; que, aunque se suba al metro con aire acondicionado, por largo tiempo siente el impacto de la temperatura exterior. Pero el hebreo, aún con su pesada vestimenta de judío ortodoxo no parece sentirlo.
En la siguiente estación, el metro se detiene y abre sus puertas, baja y sube un tumulto de personas; entre estas se distingue una joven hermosa, de un cuerpo atractivo, con sus jeans y una playera blanca de tela muy delgada, que hace notoria la ausencia de ropa interior; su cuerpo está sudado, por lo que su indumentaria se le adhiere; tiene un hermoso rostro y joviales ademanes.
La joven se acomoda, de pie, cerca del rabí y se afianza de uno de los tubos con las manos por atrás, con el movimiento del tranvía se bambolea a su ritmo. En esa posición sus pechos resaltan aún más. Sin desearlo, en un enfrenón, estos quedan a centímetros del rostro del Rabí.
Lo intempestivo del momento, provoca que Abraham levante la cabeza y tropiece con una visión maravillosa. Su rostro casi toca los senos de la joven. La belleza de la perspectiva lo hace quedar con la boca abierta por una eternidad, hasta que recapacita y la cierra. Lo mismo hace con sus ojos; para no ver esa demoniaca, siniestra y maligna tentación; fuerte, fuerte, los enceguece.
Cuando se atreve a abrirlos nuevamente, ve a la joven que baja del carro; su corazón late explosivamente, por eso, sin pensarlo, apresurado, hace lo mismo; ella camina rápido; él va detrás sin detener el paso, vuela sin que su mirada pierda por un instante la cadencia de las caderas de la joven.
Lo que está haciendo, su forma de perseguirla, lo saca de quicio, nunca le había sucedido algo semejante. Pero aunque avanza con su paso más rápido, ella transita velozmente, por lo que él cada vez se aleja un poco más. Adelante, al llegar a un bloque de vivienda, su hermosa perseguida sube los pocos escalones y se pierde al cerrar la puerta.
Abraham hace una pausa, se detiene tratando de respirar, de pensar a su ritmo normal, sin perversos pensamientos; pero al prenderse una luz en el piso superior, pierde la compostura, pues lo que más desea es acercarse a ella. Entonces mueve los pies con gran fuerza y como si estuviera ascendiendo en una gran escalera eléctrica, por su gran ímpetu comienza a elevarse poco a poco, hasta llegar, en el aire, a la ventana de su anhelada desconocida.
Su silueta lo enloquece, al mirarla en el contraste con los muros de la recamara llenos de extravagantes pinturas; todo eso la ilumina y se marca aún más su figura; se desviste. Al quitarse la playera y presentarse en plenitud, la desea más que otra cosa. Necesita acercarse más y más; por ello pedalea sus piernas aún con mayor energía, hasta llegar a la ventana; Pero al chocar con su resistente cristal, su postura se pierde y comienza una caída vertiginosa en un abismo sin fin; cae y cae sin saber dónde o como será su impacto.
De pronto, un fuerte golpe en el cuerpo, producto del freno del vehículo, lo obliga a abrir los ojos. Continúa sentado en el metro. Descubre que ya se pasó tres estaciones de donde acostumbra descender. Al abrirse las portezuelas, sin perder la compostura apresura el paso para salir lo más pronto posible, tomar el metro de regreso y llegar a la cena donde lo están esperando.