Ramón Vargas
El Palacio de Bellas Artes y Literatura representa un caso non en la historia de la arquitectura de México.

El palacio de Bellas Artes. Fotografía de Gerardo Sánchez, 2014.
Su singularidad deriva tanto de los tres autores que lo llevaron a cabo, Adamo Boari, en su inicio y Federico E. Mariscal y Alberto J. Pani en su conclusión; así como del momento histórico en el que se le llevó a cabo y, con similar importancia, de las fuerzas emotivas que impulsaron su realización, que las hubo. No cabe dejar de mencionar, el papel desempeñado por la que ha sido llamada, paradójicamente, ‘ley de las coincidencias forzosas’, que también las hubo. Empecemos por el principio.
Adamo Boari fue uno de los arquitectos que respondieron a la invitación publicada, por la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas el 23 de abril de 1897, mediando el acuerdo del Presidente Porfirio Díaz, para participar en el certamen del que emergería el proyecto más logrado para construir el Palacio Legislativo Federal, de México, con capacidad para 80 senadores y 330 diputados. El poder legislativo se merecía un edificio digno, se decía, y en esto les asistía toda la razón, ya que del Teatro Iturbide, donde había estado sesionando, pasó a unos locales en Palacio Nacional, mismos que recientemente se habían incendiado. Así, el poder Legislativo carecía de sede. La fecha límite de entrega de proyectos era el 30 de noviembre. Fueron cincuenta y uno los participantes. El jurado estaba integrado por diez de los arquitectos con mayor prestigio. Este concurso, publicitado con bombos y platillos, fue un desastre. La convocatoria, muy puntual por lo que se refería al programa del edificio, señalaba que “en comunicación inmediata con el salón de sesiones estará el salón de desahogo, común a ambas cámaras, se recomienda que este salón sea el local más ricamente decorado de todo el Palacio”, pero no especificaba que el jurado estaba autorizado a declarar desierto el primer lugar y tampoco estipulaba que podían concederse varios segundos lugares y, mucho menos, que una vez asignados los premios respectivos, era posible modificar el fallo y asignar otro segundo lugar a quien inicialmente había obtenido el tercero.
El fallo, hecho público el 15 de abril del siguiente año, incurrió en todos los desaguisados posibles. En primer término, no concedió un primer lugar, y lo declaró desierto. Además, nombró tres segundos lugares, el primero de los cuales llevaba por lema “S. Georigius Equitum Patronus in tempestate securitas”, mismo que había sido elaborado por Adamo Boari y los otros dos segundos lugares, para Pio Piacentini y Filipo Nataletti y el tercer segundo lugar a P.J. Weber. El tercer lugar se le asignó a Piero Paolo Quaglia. Aumentando los dislates, el jurado reasignó el lugar de Quaglia, diciendo que también merecía el segundo lugar y no el tercero. Total, un desastre. Posteriormente, y no obstante las objeciones que los arquitectos mexicanos dirigieron en contra del proyecto que se le encomendó, fuera de concurso, a Emile Bénard, arquitecto francés que contaba con una muy buena carta de presentación al haber ganado el concurso, internacional también, para realizar la Universidad de California, cuyo programa había sido elaborado por Julien Guadet, el incontestable gran maestro francés de “Teoría y elementos de arquitectura”, el contrato le fue asignado. No hay duda, el primer concurso internacional al que convocó el gobierno de México, dejó mucho que desear….. no todo, porque algo perduró.

El palacio de Bellas Artes. Fotografía de Gerardo Sánchez, 2014.
En efecto, la permanencia de Boari en el país, perduró, ocupado, como lo estuvo muy pronto, llevando a cabo algunos proyectos de residencias privadas y el del Templo Expiatorio, en Guadalajara (1900), hasta que en 1902, y muy probablemente teniendo en cuenta que había ganado el primer segundo lugar en el concurso del Palacio Legislativo, le encomendaron el proyecto y realización del Edificio Postal, que llevó a cabo con la colaboración del ingeniero Gonzalo Garita. Al término de este magnífico edificio con evocaciones del barroco español y, más expresamente, del Palacio de los Condes de Monterrey, en Salamanca, se le solicitó la elaboración del sustituto del que fuera el Teatro Santa Anna, posteriormente llamado Teatro Nacional, mismo que había sido demolido con motivo de las lesiones que le infligió el temblor de 1894 y buscando, también, que la avenida 5 de mayo llegara hasta la Alameda central.
¿Qué más sobrevivió del desbarajuste del concurso del 97?
Pues la fecha misma, porque bien puede asentarse que ese año inició el Segundo momento de la arquitectura porfiriana, porque tal parece que la convocatoria hubiera sido asumida como un llamado para construir los diversos edificios que de antaño se sabía que eran necesarios, pero cuya realización había sido impedida por la inestabilidad prevaleciente a todo lo largo del siglo XIX en el país. Porque, en efecto, hay mucha coincidencia entre le fecha y las obras que serán promovidas tanto por el aparato gubernamental como por la iniciativa privada pero que a diferencia del momento anterior, se llevarán a cabo, ahora sí, a partir de sendos proyectos concebidos para cada caso. En este despunte, las obras del gobierno fueron las inaugurales. Las obras de la Penitenciaría de Lecumberri (1885-97) y las del Hospital General (1896) se habían iniciado con un poco de antelación, pero las siguieron con rapidez las del Instituto de Geología (1901), la Comisión Nacional de Irrigación (1901), el ya citado Edificio de Correos, el concurso para construir cinco escuelas primarias (1905), la Sexta Estación de Policía (1906), la Secretaría de Comunicaciones (1906) y el nuevo edificio para el aparato Legislativo ( ). La iniciativa privada también coadyuva a este segundo momento y lleva a cabo el primer Puerto de Liverpool (1889), el edificio de la compañía de seguros La Mutua (1900), el Centro Mercantil (1898), la Casa Boker (1898) y el Casino Español (1903) e, incluso, la iglesia de San Felipe (1898), entre otros. A no dudarlo, era el momento de bonanza acompañado con la euforia consecuente.
No pueden pasarse por alto en este rápido recuento, todas las muy importantes obras de infraestructura urbana que fueron recibidas con gran beneplácito, como la terminación, en 1900, de las obras del desagüe del Lago de Texcoco que, recordemos, era la atarjea de la ciudad. En el mismo año la zona centro de la ciudad contaba ya con iluminación y buena parte de ella disponía de pavimentos y banquetas; la canalización de agua potable también mejoraba. Así, pues, los nuevos edificios en ciernes se erigirían en muy buenas condiciones urbanas. Contando ya con estas incuestionables mejoras solicitadas por todas las clases sociales con mucha antelación y con el tendido de vías de ferrocarril que acercaba a la población más distante, empezaron a multiplicarse los hoteles y, con ellos, los restaurantes y diversiones. Ello dio lugar al “fin de siglo mexicano”, con su algazara selectiva y discriminatoria. El año de1897 fue, pues, un parte aguas histórico no sólo en el campo del hacer arquitectónico, sino social en general. Como se verá, el Palacio de Bellas Artes desempeñó una función privilegiada en el cambio de fisonomía de la capital del país y sus influjos se esparcirán en todo el país.
En efecto, no es sencillo imaginar en toda su hondura lo que era la ciudad de México antes de contar con estos mejoramientos de su infraestructura. Los contrastes entre el primer y el segundo momento de la arquitectura porfiriana, eran abismales. Las diferencias de sus respectivas arquitecturas, también.
El país se había visto sacudido a lo largo de la mayor parte del siglo XIX por confrontaciones de muy diversa índole, conceptuales e ideológicas, unas, y armadas, las más. Las que tuvieron lugar en los frecuentes cuanto brillantes debates académicos buscando establecer el papel de las diversas profesiones en el inestable país que se estaba viviendo, coexistían con el sinnúmero de batallas, escaramuzas, guerras civiles, pérdida de territorio, invasiones extranjeras y los esfuerzos de toda índole por entronizar el liberalismo en un país que no contaba con las condiciones objetivas y subjetivas para ello.
No obstante sus oposiciones de fondo, liberales y conservadoras convergían en algunas de las grandes carencias que era preciso subsanar a fin de que pudiera emerger el nuevo país al que cada uno aspiraba. No eran una ni dos las voces que procedentes de campos ideológicos tan opuestos coincidían, sin embargo, en pugnar a favor de que se dedicaran los magros recursos económicos y humanos con que se contaba, disminuidos por el prolongado conflicto, en subsanar las ancestrales insuficiencias que padecía el país en varias materias, a cual más de importante. Una de las que encontraba un mayor número de adeptos propugnaba fundar las bases del nuevo país que surgía trastabillante vinculando a la desparramada población mediante el tendido de vías de ferrocarril, el medio de comunicación más expedito que se conocía. Otra ponía el acento en la necesidad de mejorar la salubridad mediante la desecación del Lago de Texcoco de modo tal que se pusiera un freno a las constantes y ominosas epidemias que con toda regularidad padecía la capital del país. También se ponía énfasis en elevar el nivel de la atención médica a fin de reducir el nivel de morbilidad, lo que se obtendría subsanando la carencia que tenía el país en materia de hospitales. Otras voces ponían el acento en aumentar el suministro de agua potable a las poblaciones y, por supuesto, no era menos solicitado, como el medio más eficaz para poner al país al día de los niveles de vida de los países europeos, la mejora del nivel educativo de la población escolar, lo que, a su vez, exigía construir escuelas normales, donde se prepararan los maestros que serían el motor de la superación intelectual de los jóvenes y niños. La preocupación por ir dándole forma a una ciudad que en sus aspectos urbanos se aviniera mejor a los ideales liberales predominantes en ese último cuarto de siglo hacía impostergable, se decía, terminar con la insalubridad de sus callejones interminables, con la estrechez de sus calles, con su falta de banquetas y de iluminación, la pesantez de sus enormes conventos y su fisonomía marcadamente clerical
Fueran de la bandería que fueran, todos aquellos que se proponían, aún en plan meramente discursivo, abrir brechas y construir los caminos en cuyo término se encontraría el nuevo país cuyo perfil entreveían vagamente, se enfrentaban a solventar otro tipo de preguntas complementarias de aquellas. En efecto, ante la evidente imposibilidad de atacar todos los frentes de manera simultánea, los pioneros se veían obligados a establecer una tabla de prioridades. Así, pues: ¿Por dónde empezar a subsanar las carencias ancestrales? ¿Dónde empezar a sentar las bases perdurables del cambio? ¿Empezar construyendo escuelas ya que la educación era la columna vertebral de un nuevo tipo de ser humano? ¿El primer lugar de atención debiera ser ocupado por el establecimiento de un sistema hospitalario que garantizara un mejor nivel de salud para la población y pusiera un coto a las epidemias? ¿Tal vez lo primero debiera consistir en aumentar la dotación de agua potable? ¿Era la comunicación la prioritaria, respecto de la cual las demás serían subsidiarias? En todas estas propuestas y controversias adjuntas, la construcción de teatros no estaba presente, ni de cerca ni de lejos. Las necesidades lúdicas de la población bien podían esperar tiempos mejores. El horno no estaba para bollos.
Pero si bien cabía la duda e incluso discrepancia acerca de cuál de todas esas insuficiencias debiera ocupar el primer lugar de atención, había completa unanimidad respecto de la necesidad que tenían los nuevos sistemas sociales de contar con espacios habitables adecuados a sus respectivas funciones. En efecto, para poder implantarse, precisaban espacios ad hoc, y no se contaba con ellos. El país no disponía de los recursos materiales para construir los edificios o los locales necesarios para echar a andar la nueva organización en el campo que se eligiera. Constatar este hecho condujo a una disyuntiva: o se habilitaban y adaptaban los existentes, refuncionalizándolos, o se construían unos nuevos. Las condiciones impusieron la respuesta. En una primera etapa, que no se sabía cuánto duraría, había que acomodar las actividades, las funciones, tanto del poder público como las de los particulares, a los espacios existentes. De este modo se abrió una etapa de refuncionalización de espacios construidos en el país. Las escuelas, así como los hospitales y oficinas gubernamentales, bibliotecas y demás géneros arquitectónicos que se fueron instituyendo, se acondicionaron en su práctica totalidad, en los edificios nacionalizados al clero, imponiéndoles, así, un nuevo uso, refuncionalizándolos. De este modo, en Palacio Nacional se ubicaron las secretarías de Relaciones Exteriores, de Gobernación, Justicia e Instrucción Pública, Hacienda y Crédito Público y Guerra y Marina. En tanto que en la Escuela de Ingenieros se acomodó la de Fomento, y la de Comunicaciones lo hizo en la ex Aduana de Santo Domingo. Y así sucesivamente.
Pero, con todo el paliativo que significó la refuncionalización de los espacios expropiados al clero no podía soslayarse que el mejor funcionamiento de las actividades que se llevaban a cabo en ellos, exigía proyectos y edificios nuevos. Con todo y este convencimiento, varias décadas habrían de pasar antes de que llegara el momento en que fuera posible proyectar y construir los edificios nuevos y funcionales, destinados a darle curso a los nuevos sistemas. Los recursos escaseaban.

Mural de Diego Rivera. Fotografía Gerardo Sánchez 2014.