M. Alejandro Gaytán Cervantes
Había una vez un niño llamado Alejandro; era el más pequeño del grupo Segundo “A”, de la primaria Juan Montalvo pues acababa de cumplir los seis años. Su mejor amigo, Manuel, era el más grande del salón, tenía nueve y lo defendía de quienes en el recreo lo querían maltratar o quitarle su torta para el desayuno. Alejandro a cambio lo ayudaba a entender la tarea cuando a Manolo se le dificultaba.
Un día Alejandro olvidó su lápiz y cuando Manuel vio las ansias con que lo buscaba en su mochila sin encontrarlo, le prestó uno nuevo. Después de usarlo en la clase se lo devolvió, pero Manolo no lo quiso recibir:
– Te lo regalo, al fin en mi casa tengo muchos, le manifestó.
Alejandro se sorprendió pues a él siempre se le perdían los lápices y no se imaginaba como un niño pudiera tener muchos guardados sin haberlos extraviado antes.
Al día siguiente y los que continuaron, sin siquiera pedírselo, Manuel le regaló un lápiz y como Ernesto mostró otra vez su asombro, le dijo:
– Es que en mi casa tengo una caja repleta de lápices.
Se lo aseguró, porque le gustaba ver las caras de admiración de Alejandro cuando le contaba esto.
Todos los días Manuel le regalaba un lápiz a su compañero Alejandro. Ahora le decía:
– Estos regalos que te doy son parte de un gran cofre, como los de los piratas, pero en vez de joyas y dinero, lo tengo en mi casa repleto de cajas y cada caja está llena de lápices.
Con esos obsequios que recibía Alejandro diariamente, decidió que como su amigo él también tendría guardados muchos lápices.
Ahora cuando Manuel le regalaba uno, le decía:
– Toma este es sólo uno de los que tengo en mi casa en un enorme cuarto y todo el cuarto está repleto de cofres de pirata y cada cofre se encuentra lleno de cajas y estas, de lápices.
Para igualarlo, Alejandro ahora sí los cuidó, ya no perdía ninguno, por eso ya contaba con un montón, escondido en una caja de zapatos. Se pasaba las noches soñando con poseer, como Manuel, un gran cuarto atiborrado de cofres, cada uno, abarrotado de cajas y todas colmadas de lápices.
Un día llegó a la escuela la mamá de Manuel, a preguntar quién era el niño que le quitaba los lápices a su hijo, pues ella todos los días le tenía que comprar uno nuevo y siempre llegaba a su casa sin él.
La maestra interrogó al grupo para saber quién le quitaba los lápices a Manolo y como nadie lo hacía, no tuvo respuesta. Alejandro no dijo nada, pues él no se los quitaba, sino que Manuel se los regalaba.
Pero cuando la maestra le preguntó a los alumnos quién tenía los lápices de Manolo, Alejandro levantó la mano y dijo que estaban en su casa. Todos se quedaron admirados: El niño más pequeño del grupo tenía los lápices del más grande. Al día siguiente, sin entender lo que pasaba, devolvió los útiles de escritura a su amigo, éste, apenado los recibió,
Pero, aunque Alejandro se quedó desconcertado y decepcionado, Fue para siempre, ¡Amigo de Manuel!