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Buenas, mi jefazo

M. Alejandro Gaytán Cervantes

Cada semana nos reunimos a trabajar en un restaurante cuyo estacionamiento es reducido; por ello decido dejar mi automóvil a dos cuidadores callejeros, quienes, además, mientras está en sus manos, lo lavan muy bien. 

El bajo de estatura es el líder; tiene una forma pintoresca de ser; cuando llego, me recibe siempre con la misma frase, como a todos sus clientes: 

El bajo de estatura es el líder; tiene una forma pintoresca de ser; cuando llego, me recibe siempre con la misma frase, como a todos sus clientes:

– ¡Buenas, mi jefazo!, ¿lavo su auto en lo que regresa? ¿cuánto se va a tardar?

Así pasan algunos meses. Un día llego a mi cita sin saber que ésta se canceló; cuando regreso, aún lo están lavando. Ello da pauta al cuidador bajito a iniciar la platica:

– ¿Sigue viviendo en la calle de San Borja?

– Oiga, ¿cómo lo sabe? Ahí viví de soltero

– Es que usted no se acuerda de mí, pero yo sí de usted. Soy Hilario, hijo de Catalina. Ella trabajó con su mamá en la casa de San Borja, hace muchos añísimos; era muy chamaco. Usted había acabado la carrera y se iba a casar con una señorita muy guapa. Ahí con su familia de veras la pasé muy bien. Sus hermanos jugaban a muchas cosas que me enseñaban, aunque la verdad era travieso y muy seguido me peleaba. 

– Ya me acordé de usted. Llegó a la casa tres años después de Cata; era muy listo y por eso mi mamá lo inscribió en la primaria.

– No, ¡qué va!, no era tan listo, era guerroso y peleonero. Tal vez no se acuerde, pero por eso me corrieron de la escuela.

Días después, me reuní con mis cuatro hermanos, menores que yo, les comenté sobre mi encuentro con Hilario; todos lo recordaban muy bien. Mario, el más grande de ellos, nos platicó como fue su expulsión de la escuela:

– Yo tenía como quince años, tu recién te habías casado. En los juegos de memoria: como cartas con dos imágenes iguales, sonidos que ascienden en complejidad o dibujos idénticos con varias diferencias, Hilario, en ese entonces de unos nueve años, les ganaba a todos los niños de la cuadra, algunos hasta mayores a él. En un momento aprendía como era el pasatiempo, y luego, luego derrotaba a todos. Entre los vencidos por él, un día estuvo Jaime, hermano de mi novia de aquellas épocas. Eso me dio mucho coraje y quise darle una lección:

Saqué el ajedrez y le mostré cómo se movía cada una de las piezas y jugamos varias partidas; por supuesto que en todas le gané; él ya no quería jugar, chillaba cuando se rindió. Con ello se me quitó el berrinche.

– Oye, ¿no se te pasó la mano?

– ¡Por supuesto que sí!, pero ahí no acaba la cosa; como dos semanas después lo encontré con mi ajedrez, mirando fijamente las fichas. Volví a hacer coraje porque tomó las cosas sin permiso. Después de un regaño, para castigarlo, lo reté de nuevo. Jugamos una partida, pero esta vez antes de ganarle nos pasamos más de una hora; el escuincle se defendía como tigre, pero también atacaba. Le pregunté que quién le había enseñado, y sólo respondió: 

– Yo solito.

– Le platiqué a mi mamá lo sucedido con Hilario; le hizo un examen; no sabía escribir, pero leía perfecto. En tres meses se iniciaba otro año escolar. Con nuestros cuadernos de primero y segundo se puso a estudiar con él. En un momento aprendió, con todo y escritura. 

Fue al colegio donde estuvimos, le dijo a la directora que Hilario había cursado la escuela en su pueblo, pero no traía papeles. Mi madre comentó, que se había echado a cuestas la obligación de hacerlo estudiar por lo menos la primaria. Solicitó un examen para inscribirlo en el grado adecuado; pagaría por adelantado su matrícula. Necesitaba que estuviera en esa escuela para llevarnos y recogernos, a todos sin complicaciones.

Como todos habíamos estado ahí, la directora no pudo rechazar la solicitud; lo que hizo fue preparar un examen muy difícil para de esa manera, evitar su ingreso. Contrario a sus deseos, Hilario lo pasó con excelentes calificaciones, tanto el de primero, como el de segundo. Con muchos remilgos, la maestra de tercero lo recibió. 

El niño empezó a descollar. Envidiosos, sus compañeros se burlaban de él por todo, su forma de hablar, lo bajito y despeinado, sus ropas nunca le acomodaban. Decían: ¡Es un indio, es un indio! Él no hacía caso, respondía estudiando más. La maestra, que no le mostró aprecio alguno desde un principio y terminó por aborrecerlo, le molestaba que fuera el más aplicado, respondía a todo, sacaba las mejores calificaciones. En contraste, ella por cualquier motivo lo regañaba e imponía castigos injustos, pero Hilario aguantaba, no mostraba atención a esas cosas. 

– Oye, nunca me enteré de nada de esto.

– Tú andabas con tu vida de recién casado. Pero la cosa no quedó ahí

Hicieron un examen para llevar a los niños más aplicados a un concurso de escuelas particulares de la ciudad y para variar Hilario, con facilidad, les ganó a todos. Sería el representante de nuestra escuela en los terceros años. Los más envidiosos y resentidos, durante dos semanas, a la salida de la escuela, se burlaban de él, le pegaban hasta el cansancio. Nunca lloró, nada más con sus manos se cubría la cara. Cuando se cansaban de golpearlo, se levantaba, sacudía sus ropas y regresaba a la casa.

– ¿Y tú como te enteraste de esto?

– Te digo que Jaime, mi cuñado de ese entonces, era de su edad y por supuesto, estaba en su grupo. 

Después de aguantar por varios días, Hilario, en la casa tomó su trompo de madera, le amarro muy bien la cuerda y con él en el bolsillo fue a clases. A la salida, como siempre, lo estaban esperando, se burlaron de él, como siempre lo empujaron y como siempre no respondió; cuando lo empezaron a golpear, sacó su trompo, lo osciló como una honda para disparar. 

Pero no lanzaba nada, estaba asegurado; el trompo golpeaba y regresaba. Al primero le pegó en el pecho y lo dejó llorando, sin aire; al segundo le partió la boca; al tercero, le lastimó una mano; todos salieron huyendo. ¡Por fin lo dejaron en paz! 

Hilario llegó satisfecho a la casa, a nadie le comentó lo sucedido. 

En la tarde la directora, indignada, le habló a mi madre, la citó para el otro día, le platicó sobre un niño enfermo de violencia, enloquecido. Mi mamá trató de hablar con él, pero éste calló, nunca comentó nada. Al otro día los padres de los tres golpeados, mostraron el diente roto, la mano enyesada. Expulsaron a Hilario. Cata, su mamá, apenada por lo ocurrido, le dio una golpiza y lo mandó de regreso a su pueblo.

Jaime me platicó como habían sucedido realmente las cosas. Cuando la enteré, mi mamá trató de aclarar todo, pero la directora no lo perdonó. Bastantes obstáculos se habían interpuesto en una escuela donde se unieron en contra de él, su inteligencia, su físico y su cuna. Fueron aspectos insalvables a los que ya no deseó enfrentarse. Además, Hilario no quiso regresar de su pueblo.

  Oye, ¿qué hacemos?, este cuate merece una vida mejor de la que lleva.

– Que les parece; En la empresa donde trabajo, el dueño es una magnifica persona y necesita un chofer; cómo la ven si lo recomiendo.

Así lo hizo mi hermano; le comentó al propietario de la empresa sobre las cosas que le habían pasado a Hilario, acerca de sus características intelectuales, de las injusticias de su vida. Este aceptó y prometió ayudarlo no sólo como chofer, sino hasta donde dieran su disposición y capacidades. 

Juntos fuimos a verlo a la calle donde lavaba los autos. En un instante reconoció a todos por sus nombres. Comentamos el motivo de nuestra presencia. Mi hermano lo invitó.  

No aceptó. Adujo muchas razones:

– No, gracias, se los agradezco mucho. Miren, manejo bien, pero no conozco la ciudad y si me dicen: llévame a la embajada de Alemania… ni siquiera sé donde queda. Además, mi compañero, con el que cuido los coches, ya tiene tiempo que está muy enfermo; si lo abandono no va a tener como mantener a su familia; el no podría solito. 

Y aquí no me manda nadie. Con todos mis clientes me llevo bien; de igual a igual, eso sí con mucho respeto. Ellos necesitan que les cuiden sus autos por un rato y se los laven, yo lo hago con gusto y todos quedamos contentos. ¡Muchas gracias de todos modos! 

Y se alejó, blandiendo como una honda, su trapo rojo de lavar. 

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